El desfile que me acompaña
Esta semana tenemos el gusto de presentarles una colaboración de la escritora Gabriela Damián Miravete sobre las posibilidades que te da aprender inglés. Gaby escribió el siguiente artículo para los lectores del blog de The Institute y nos cuenta a dónde la han llevado algunos escritores británicos y leer los libros en su idioma original, el inglés. Esperamos lo disfruten.
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El desfile que me acompaña.
Cuando una tiene tantos amores literarios, nunca está sola. A veces siento que cuando camino por la calle voy acompañada de una multitud, una especie de desfile compuesto por personajes, autores que dejaron este mundo hace mucho o el doppelgänger fantasmal de las escritoras que me gustan y aún están vivitas y coleando. Siento que me acompañan en mis tareas ordinarias, y a partir de sus palabras, de sus aventuras, veo de forma distinta la evolución del día, el color del aire, la vida en la calle, los rostros de la gente. En este alegre desfile, debo decirlo, se habla inglés y español, pues durante toda mi vida he tenido un largo romance con la literatura inglesa cuyas razones no sabría explicar del todo. Supongo que porque así es la vida: una no escoge el temperamento que le enamora, le hace reír o llorar, le mejora el día… el mío se emociona con esa mezcla de amabilidad pasional y resignada ironía que identifico en muchos de los libros salidos de la pérfida Albión.
Puedo asegurar que mi romance comenzó con Oscar Wilde. O quizá sea más preciso decir que comenzó con el espectro maltratado de El fantasma de Canterville. Cuando yo era muy pequeña mi mamá me leía esa historia de las páginas de un libro que me parecía precioso: empastado en color rojo, con canto de oro e ilustraciones de acuarela. Yo no sabía leer aún, pero antes de dormir, por voz de mi mamá me enteraba de cómo una familia gringa había viajado a Inglaterra para mudarse a un castillo habitado por un fantasma al que no le hicieron el menor caso. Los niños le lanzaban almohadas, el papá le ofrecía aceite para que sus cadenas dejaran de chirriar y a nadie le asustaba la terrible mancha de sangre en la alfombra que volvía a aparecer en cuanto la quitaban.
“¡Pobre fantasma!”, decía yo, entre indignada y muerta de la risa. En lugar de arrullarme, el cuento conseguía el efecto contrario, me entusiasmaba y hasta le pedía a mi mamá que me dejara hojear el libro para ver si, como por arte de magia, podía entender por mí misma lo que decían todas esas manchitas negras sobre el papel blanco. No tardé mucho en conseguirlo. Aprendí a leer por culpa de ese flechazo. La punta de la flecha traía el veneno incurable de la anglofilia, y yo caí redondita.
El buen Wilde caminó junto a mí desde entonces (yo de uniforme de escuela de monjas, él vestido como el mejor de los dandis), pero no sería el único participante del desfile. Poco después llegaron Wendy y Peter Pan. Enseguida pregunté dónde se podría conseguir el polvo de hadas porque yo quería volar alrededor del Big Ben y pararme sobre sus manecillas (idea que por supuesto saqué de la película de Disney). Mis pobres padres tuvieron que arreglárselas obsequiándome las palabras de J.M. Barrie: “¿Crees en las hadas? Si crees en las hadas, ¡aplaude!”. Claro que aplaudí como loca. Si me lo preguntan, nunca he vuelto a volar en sueños como aquellas noches en las que, por encima de los cables y los postes de luz del D.F., busqué la segunda estrella a la derecha para llegar a Nunca Jamás.
J. M. Barrie tenía razón: crecemos demasiado rápido. De repente ya estaba en la secundaria, con las aventuras de Sherlock Holmes y el Doctor Watson entre las tareas obligatorias. Digamos que comencé a vivir en el 221B de Baker Street: desayunaba cereal con leche absorta en Las cinco semillas de naranja, leía Estudio en escarlata en los trayectos en coche y ay, debo confesar que me llevé La marca de los cuatro a una fiesta, deseando poder fumarme una pipa en el rincón de Las Que Nunca Sacan A Bailar (un lugar que, si me lo preguntan, es mucho más feliz de lo que parece). Mi amor por el detective me llevó a hacer descubrimientos más importantes. Debido a mi adicción compré una de sus historias en inglés, un título que no había visto antes: The Adventures of the Reigate Squires. ¡No tenía idea de lo que significaba esa frase! Iba a necesitar un diccionario. Pero comprender lo que ocurría en La Aventura de los hacendados Reigate fue más sencillo de lo que esperaba y me gustó escuchar, dentro de mi cabeza, las verdaderas voces de mis personajes favoritos.
Igual que con las letras de El Fantasma de Canterville, descifré el misterio de las palabras en un idioma que casi no conocía. Esas personas de papel, esas geografías ficticias, fueron menos inasibles, más reales. Descubrí que, de hecho, algunos lugares sí que existían y seguían en pie a pesar de que había pasado mucho tiempo desde que se escribieron aquellos libros. Deseé conocer los escenarios de las historias que amaba, y gracias a esa inquietud descubrí que el inglés aprendido en la escuela estaba bien, pero que con un poco más de curiosidad podría hacer cosas todavía más interesantes, como viajar y hacer amigos en otras partes del mundo.
Desde entonces mi desfile de acompañantes creció y se hizo bilingüe. Conocí al Profesor J.R.R. Tolkien y disfruté la poderosa magia que construían sus palabras (“One Ring to rule them all, One Ring to find them,One Ring to bring them all and in the darkness bind them”); sentí que Virginia Woolf me hablaba en voz bajita sobre La habitación propia (“There is no gate, no lock, no bolt that you can set upon the freedom of my mind”), y el humor y la imaginación de J.K. Rowling me acompañaron en mis ratos de ocio universitario (Mis maestros, después de todo, no eran tan inspiradores como los de Hogwarts: “If you want to know what a man’s like, take a good look at how he treats his inferiors, not his equals”).
Por eso fue maravilloso el hecho de que mi primer viaje a Londres coincidiera con la fiesta de lanzamiento de Harry Potter and the Half-Blood Prince. Después de visitar los jardines de Kensington y de tomarle foto a la sombra de Peter Pan, me formé en una cola interminable afuera de una librería que justo a la medianoche pondría a la venta el libro. Oxford Street se convirtió, por unas horas, en un lugar donde no era posible distinguir la realidad de la fantasía: dragones, duendes, brujas y magos iban y venían entre double deckers, coches y oficinistas apurados. Esa noche veraniega terminó entre risas, pintas de cerveza y el plácido silencio de todos los que leíamos en lugar de conversar. Alzábamos la cabeza de cuando en cuando para sonreírnos o asombrarnos juntos, y eso me hizo pensar en que la lectura no es, después de todo, un acto solitario, sino una comunidad silenciosa que camina por las mismas calles inventadas y que ama a la misma gente inexistente. A veces algunas damos el salto y empezamos a urdir nuestras propias fantasías, y nos convertimos en escritoras.
Mi trabajo me ha llevado a Londres varias veces más (pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión, diría Michael Ende). Y naturalmente, no sólo me siento a leer o a escribir: gracias a mi anglofilia libresca he vivido no pocas aventuras, y sobre todo he conocido gente y lugares increíbles. Pero siempre que puedo hago un pequeño peregrinaje por las calles donde sé que podré “cruzarme” en algún punto del espacio/tiempo con Jane Austen, Chaucer, Dickens o Shakespeare. Y lo mejor es que, conforme pasa el tiempo, el desfile que me acompaña no disminuye: se va poblando cada vez más, y me da otros pretextos para descifrar palabras que no comprendo, para conocer otras coordenadas. Ahora necesito visitar el paseo subterráneo que Neil Gaiman imaginó en Neverwhere, buscar en los espejos de alguna casa los caminos del Rey Cuervo que Susanna Clarke trazó en Jonathan Strange & Mr. Norrell, o incluso quizá cambiar de locación para ir tras los pasos de Helen Oyeyemi, una trotamundos del siglo XXI que también se ha unido al desfile que me acompaña y me inspira a vagabundear.
Como les dije, nunca estoy sola.